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sábado, 9 de enero de 2010

La Escuela en la Modernidad


A la institución escuela le ha tocado la función intencional de “transmitir saberes”. La pregunta es: ¿cuáles saberes? Es evidente que aquellos que se generan a partir del modelo socio-económico y político prevaleciente en la sociedad que regula a esa escuela. Si tomamos como ejemplo la visión e interpretación del mundo que toma forma desde la aparición del desarrollismo industrial occidental, los saberes que se imponen a través del sistema educativo están orientados a la formación de individuos que puedan sostener y potenciar, aún más, la aplicación del conocimiento como se entiende en esa sociedad occidental; vale decir, las verdades universales como producto de la aplicación de un método que le confiere legitimidad porque es el instrumento que emana de la aceptación del mundo científico. Y ya conocemos lo que la ciencia representa para el pensamiento occidental moderno.

Tal realidad la considero lógica, puesto que las sociedades tienen derecho a fundamentar su desarrollo y bienestar en consonancia con sus presupuestos filosóficos, su evolución histórica, y principalmente, con la puesta en práctica del conocimiento que producen. Pero, según mi criterio, lo criticable a una sociedad cualquiera es que, en nombre del poder que le confiere su mayor desarrollo intelectual y material, violente culturalmente otras sociedades para imponer su verdad, o deprede el medio natural hasta el punto de poner en serio peligro el equilibrio que lo sustenta, en busca de los insumos que le aseguren un interminable destino de confort.
Ahora bien, a pesar de lo extendido geográfica y temporalmente, el pensamiento occidental moderno, presente en casi todas las instituciones de la sociedad mundial, escuela incluida, comienza a ser cuestionado a la luz de acontecimientos que resquebrajan su sólida estructura.
Primordialmente, la idea de progreso ilimitado para todos y dominio modernista encuentra serias oposiciones que le van debilitando su otrora validez universal. Desde los movimientos ecologistas e intelectuales adeptos se elevan voces, cada vez más poderosas, en protesta por la forma irresponsable cómo, en nombre del progreso, se ha afectado el mundo natural. La idea del conocimiento verdadero, con su único método para adquirirlo, se difumina ante lo complejo de una sociedad mundial, paradójicamente acercada y globalizada por los propios avances tecnológicos, y que entrada en contacto multicultural, ve la realidad y la verdad misma, desde diferentes perspectivas dadas las presiones que se ejercen con la aparición de conceptos como lo “diverso” en franca oposición de lo único, lo impredecible, lo otro, lo anti-totalitario.
Ante este panorama, ¿dónde queda la escuela?; si ha sido y es espacio para normar y disciplinar voluntades para la aceptación del pensamiento único, inflexible como la ciencia misma en la aceptación de “otra verdad”, de otra forma de ver y estudiar la realidad. ¿Dónde queda la escuela; esa que ha formado a algunos individuos “altamente competentes” para desarrollar o poner en práctica las teorías que la ciencia produce y que conduce a un futuro pleno de realizaciones tecnológicas “civilizantes”, potenciadoras de fuerza productiva? No falta quien asegure que la escuela como la concebimos debe ser sustituida por la tecnología del ordenador, el video, la televisión. Según Postman (s/f), “…los hay que, como Lewis Perelman, argumentan (por ejemplo, en su libro School’s Out) que las tecnologías modernas de la información, han convertido en obsoletas las escuelas, puesto que hay más información disponible fuera de la escuela, que dentro de ella.” Bueno, no puedo estar de acuerdo con esta postura porque entonces debería admitir que la educación es sólo transmitir información sin proceso alguno.
¿Cómo transformar la escuela que, insertada en esta sociedad mundializada, pueda a la vez brindar luces de verdadero raciocinio para el progreso en convivencia? Mientras los criterios de las políticas económicas dominen las decisiones para las asignaciones de presupuestos para la educación, creo que la tarea de transformación será muy ardua y prolongada. La educación por sí misma no tiene incidencia en la resolución de problemas serios como, por ejemplo, la deserción estudiantil o la exclusión de millones del sistema escolar en todas sus modalidades, dada su intrínseca relación con la dinámica social en su conjunto: a la dinámica política, a la económica, a la cultural.
La idea de que la educación serviría de base para transformar la sociedad y brindarle estadios de mayor justicia y equidad se esfuma ante lo que parece una abrumadora tendencia actual. Pareciera que el valor fundamental subyacente en nuestros jóvenes, y en los no tan jóvenes, está relacionado indirecta o absolutamente con la adquisición rápida de bienes materiales que los identifique con la “simbología civilizada”. La adquisición de tales bienes es el norte, lo primordial; más no el cómo adquirirlos.
El cómo, relacionado con el mérito y el esfuerzo, pareciera estar fuera de toda discusión; no es factor importante. ¿Las razones? Cabe aquí preguntarse, ¿acaso (y evoco las propuestas de la escuela tradicional en cuanto a que los discípulos sólo tenían que copiar los modelos que se les ofrecían), las instituciones de las sociedades actuales no navegan en amplios espacios de corrupción económica, política y moral donde sus abanderados (los líderes, los modelos a seguir) no son precisamente aquellos que lograron sus posiciones sociales e institucionales a base de intelecto, preparación y esfuerzo?
¿Acaso esa corrupción, el facilismo, lo superficial y el tráfico de influencias, no conforman modelos que desmotivan el pensamiento sobre educarse, prepararse, hacerse de los méritos necesarios, para luego optar por un puesto de trabajo con el cuál realizar un proyecto de desarrollo personal, a futuro?
Es muy frustrante convivir a diario con la evidencia de que este sistema no premia masivamente el estudio continuo. La preparación para y durante toda la vida en la escuela pierde aquí, estrepitosamente, todo su postulado. Las bondades de educarse no convencen a un gran y creciente número de jóvenes, futuro de la sociedad; aunque no se puede negar que la educación ha generado bienestar.
Sin embargo, la relación directa educación-trabajo se torna más distante en la medida en que los sistemas económicos-mercantiles sufren los vaivenes de las sociedades, en todo el orbe, convulsionadas por desequilibrios generados primordialmente por la desigualdad de oportunidades de desarrollo individual (no individualista) y colectivo. Educarse genera sólo una posibilidad de progresar a través del empleo, del trabajo; más no es un factor de seguridad (Follari: 1996). El discurso sobre educarse es recurrente, casi que cada padre y cada madre, cada gobierno lo promulga a diario, en todas las latitudes del mundo; pero ya no causa efecto porque la realidad es más poderosa.
Cada día me reafirmo más sobre la idea de que la escuela juega un papel fundamental en las sociedades. Que los niños y niñas la necesitan, en tanto cuanto, estimule el sentido de grupo, de colectivo, de la colaboración, de la solidaridad, de la sensibilidad ante los problemas por muy pequeños o insignificantes que parezcan; en tanto cuanto, promueva día a día la responsabilidad individual y colectiva. Ningún otro medio o espacio lo lograría. Escuela y familia, familia y escuela, incesantemente.
Así mismo, cada día me convenzo más de que la escuela es base necesaria para direccionar a los individuos hacia el logro de equilibrios y retribuciones que les satisfagan aspiraciones y necesidades, más sólo en la medida en que se libere de su función preservadora del sistema socio-económico y político y que por el contrario, asuma críticamente una posición de rechazo a las perversiones que de él se generen. Sólo en la medida en que se fortalezca como institución ante las otras instituciones. Sólo en la medida en que logre hacer pensar críticamente a sus pupilos y maestros, sobre la necesidad de “sacar” la escuela a la vida real; para enriquecerse desde allí y lograr la pertinencia social que parece haber perdido; para con sus saberes incidir definitivamente en la solución de los problemas que existen en las comunidades; para en definitiva ser el instrumento del desarrollo humano y social que todo país necesita.